viernes, 28 de mayo de 2010

Indagaciones sobre la belleza.


El próximo 2 de junio a las 8:30 de la tarde se inagura en la Fundación de Cultura José Luis Cano de Algeciras, la exposición Del mar y otras pesquisas, del pintor y poeta Juan Gómez Macías, que ha paseado su obra plástica por gran parte de Europa y Estados Unidos, y ahora recala en Algeciras.

El mar inundando las pupilas, hasta el extremo que el más leve movimiento de las aguas, parece una lágrima, de aquellas vertidas cuando tenemos en nuestras manos el cuerpo del recién nacido, o los pechos de la amante en los labios.

En la galeria nos encontraremos. Espero allí a todos cuantos lean mis palabras. 

sábado, 15 de mayo de 2010

Glory Box.





Sergio Berrocal



Desde aquel boom del ´99, formado por los poetas Antonio Espinel, César Aldana, Carlos Morillo y el que aquí escribe, se vivió una dura década de espantosa sequía literaria en el Campo de Gibraltar. Si por diversas circunstancias vitales, académicas en el caso de Morillo, profesionales en el de Espinel y de cambio de disciplina artística, -de la palabra a la imagen, en el de Aldana-, practicamente fui el único que mantuvo un andadura poética durante los restantes años. Diez años. Y una década es mucho tiempo.

Pero todo son ciclos, etapas, movimientos de la sangre y la bilis, que dieron como origen a dos grandes enormes poetas. Me refiero a Rúben Pérez, que publicó en 2009 la plaquette, Quien pueda decir adiós, y hace apenas unos meses ha aparecido el primer libro de Sergio Berrocal, Pequeña Oración, publicado en Ediciones Vitruvio.

No es Seconal un lugar destinado a la crítica literaria, lo he afirmado en otras ocasiones, ni para realizar exégesis poética, pero si quería destacar de Pequeña Oración la extraordinaria modernidad de su discurso. Mientras algunos siguen planteando actitudes estéticas decimonónicas y rimas de tiramisú, Sergio Berrocal, es capaz de unir cultura popular -escribe con Portishead- y alta cultura, en un discurso a veces intimista, otras metapoético y en ocasiones metafísico, pero sobre todo con una sensibilidad artística perfectamente engarzada con su tiempo. El tiempo que vive define al poeta, y Berrocal destila poemas del presente, que nos hacen tener la segura premonición, de que contamos entre nosotros, con una de las grandes voces de la joven poesía andaluza.

Nada más obvio de su modernidad que el poema que recojo, No-lugar, imbricado en el No-arte, la No-emoción, el distanciamiento del poema, que permite que éste introduzca sus dedos en la boca y hurga en nuestra carne.


NO-LUGAR

Ya sólo voy a buscarte
a los lugares inhóspitos:
donde nunca estuvimos,
todos son
y nadie hallo.
Donde seguro sé
del encuentro. En lo feliz
sin clepsidra del desierto.
Donde ya no eres
un espejismo de carne.

SERGIO BERROCAL (2010).

 



domingo, 9 de mayo de 2010

¿Tiene hijos, señora Ford?


Richard Ford es uno de los escritores norteamericanos vivos más interesantes, junto a nombres como Tobias Wolff, al menos en mi modesta opinión.

Mi madre, puede ser considerada por muchos como una obra menor frente a novelas de la talla de El periodista deportivo. Sin embargo, hacía bastante que un libro no me conmovía de la forma como lo hace Richard Ford con Mi madre. Es simplemente, un homenaje a la que fue su madre, un recorrido por ese personaje decisivo en la vida de todos nosotros, desde que tiene los primeros recuerdos vivos de ella, hasta su muerte. Lo realmente asombroso de este breve libro, -apenas ochenta páginas, impresas en gran tipografía - es que mientras Ford rememora la figura de su madre, paralelamente hacemos lo mismo con la propia, relacionando acontecimientos que nos son extraños con nuestras íntimas experiencias.

Un ejercicio de confesión tan característico de parte de la literatura norteamericana contemporánea, tanto en narrativa como en poesía.

Un  par de fragmentos:

Pienso que eso es justamente lo que hizo por encima de todo después de la muerte de mi padre y de mi partida, cuando se quedó sola; se ocupaba de sí misma, hacía de eso un objetivo. Se volvió enérgica, sistemática, más pertinaz. Su voz profunda se hacía cada vez más profunda, adoptaba una especie de gravedad. Por la noche bebía para embriagarse un poco y adoptaba una actitud afectada (en particular con los hombres, a quienes comenzaba a considerar una carga). Hizo que su situación se convirtiera en costumbre y piedra angular de su caracter. No quería que nadie se aprovechara de ella, aunque sospecho que nadie lo intentaba. Una viuda tenía que estar alerta, tenía que prestar atención a todos los detalles. Nadie podía ayudarla. Una vida vivida con eficacia no la salvaría, no; pero la prepararía para aquello de lo que nadie podía salvarla.

[...]

Así transcurría la vida. No completamente sin objetivo. Pero sin un objetivo claro. Tal vez esto sea propio de toda una vida con los padres: un sentimiento de que debería alcanzarse una meta, luego el reconocimiento de cuál es esa meta insoslayable y finalmente el devolver la atención a lo que está hoy aquí y presente. A lo que sólo está aquí.

RICHARD FORD  (1998).

 

lunes, 3 de mayo de 2010

No es tiempo aún para la despedida.



Francisco Brines ha recibido, merecidamente, el  Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Le conocí en el Aula de Literatura José Cadalso de San Roque hace once años, en 1999. No se me puede olvidar esa fecha, porque dió la casualidad que el mismo día que Francisco Brines acudía a San Roque para ofrecer una lectura, retiraba de la imprenta tres ejemplares del que fue mi primer libro de poemas La herencia bastarda de los días. Recuerdo que emocionado, -más tarde me dijo Brines que el primer libro de poemas es el mejor recordado- entregué un ejemplar a Juan Gómez Macías, otro a Brines, y me reservé uno para mí, el cual observaría y releería en soledad una y otra vez.

Brines, siendo por aquel entonces un poeta consagrado de la generación del 50, era una persona absolutamente afable, humilde y accesible. Recuerdo en la cena con él tras la lectura, cómo respondía a mis preguntas sobre Leopoldo María Panero, ya que él fue gran amigo de los Panero, y los conocía bien, incluida Felicidad, la madre de los tres hermanos. Me inquirió sobre si tenía intención de vivir de la poesía, a lo cual respondí que no, y afirmó, mira Ismael, la poesía no da ni para putas.

Pasados aquellos años, un volumen color oliva, de sus poesías completas, Ensayo de una despedida, permanece con el color desgastado por la luz del sol, que entró cada verano por la ventana, acusando recibo del tiempo, como cualquiera de las grandes elegías que ha escrito Francisco Brines.

Dejo aquí, no uno de mis preferidos, pero si el primer poema que leí de Francisco Brines.


MERE ROAD

Todos los días pasan,
y yo los reconozco. Cuando la tarde se hace oscura,
con su calzado y ropa deportivos,
yo ya conozco a cada uno de ellos, mientras suben en grupos
o aislados,
en el ligero esfuerzo de la bicicleta.
Y yo los reconozco, detrás de los cristales de mi cuarto.
Y nunca han vuelto su mirada a mí,
y soy como algún hombre que viviera perdido en una
casa de una extraña ciudad,
una ciudad lejana que nunca han conocido,
o alguien que, de existir, ya hubiera muerto
o todavía ha de nacer;
quiero decir, alguien que en realidad no existe.
Y ellos llenan mis ojos con su fugacidad,
y un día y otro día cavan en mi memoria este recuerdo
de ver cómo ellos llegan con esfuerzos, voces, risas
o pensamientos silenciosos,
o amor acaso.
Y los miro cruzar delante de la casa que ahora
enfrente construyen
y hacia allí miran ellos,
comprobando cómo los muros crecen,
y adivinan la forma, y alzan sus comentarios
cada vez,
y se les llena la mirada, por un solo momento,
de la fugacidad de la madera y de la piedra.

Cuando la vida, un día, derribe en el olvido sus
jóvenes edades,
podrá alguno volver a recordar, con emoción,
este suceso mínimo
de pasar por la calle montado en bicicleta,
con esfuerzo ligero y fresca voz.
Y de nuevo la casa se estará construyendo,
y esperará el jardín que acaben estos muros
para poder ser flor, aroma, primavera,
(y es posible que sienta ese misterio del peso de mis ojos,
de un ser que no existió,
que le mira, con el cansancio ardiente de quien vive,
pasar hacia los muros del colegio),
y al recordar el cuerpo que ahora sube
solo bajo la tarde,
feliz porque la brisa le mueve los cabellos,
ha cerrado los ojos
para verse pasar, con el cansancio ardiente de quien sabe
que aquella juventud
fue vida suya.
Y ahora lo mira, ajeno, cómo sube
feliz, encendiendo la brisa,
y ha sentido tan fría soledad
que ha llevado la mano hasta su pecho,
hacia el hueco profundo de una sombra.

FRANCISCO BRINES (1966).



sábado, 1 de mayo de 2010

Pan o Cieno.




Domingo F. Faílde.


Más que por talento, sino por perseverancia, tras aproximadamente veinte años leyendo libros de poemas, me puedo atrever a decir, -y perdónenme  la arrogancia- sé cuándo me encuentro ante un gran libro de poemas. Y La sombra del celindo de Domingo F. Faílde, no es un gran libro de poemas, es un enorme libro de poemas. Un libro que contiene entre sus tapas la existencia de un hombre, desde su niñez, hasta su juventud y lucida madurez. Un libro, que mucho me temo, ha pasado, injustamente desapercibido.

Como es costumbre, transcribo uno de los poemas de La sombra del celindo. He de decir que sólo un poema es elegido para dicha labor, pero con este libro, me ha sido infinitamente complicado quedarme con un único poema. En el elegido, el poeta canta a la joven madre retratada en una vieja fotografía que encuentra en su madurez.

Gracias Domingo por escribir La sombra del celindo.


EL POETA CONTEMPLA UNA FOTOGRAFÍA
DE SU MADRE

                                A Dolores García y García-Espantaleón,
                                mi madre.  


En una tosca mesa, junto a un ramo de flores
marchitas por el tiempo, que no renueva nadie
-alrededor, reliquias
y otras memorias del camino andado-,
una fotografía parece contemplarme.

No es verdad. La muchacha
fija la oscuridad de sus ojos clarísimos
en un lugar perdido del estudio.
Estas fotos antiguas son así: un decorado
y el dedo del artista que conmina
mire hacia allá, señora: y la mirada
de sus ojos azules se clava en la penumbra,
en alguna ventana morisca, o simplemente
bucea en su interior buscando un sueño,
como el naúfrago busca una almadía.

Es mi madre. Perfecta. Como un mármol purísimo,
envuelta en los encajes de su mantilla negra.
Derrama lozanía, tal derrochando auroras
cuyo perfume impregna los muebles de la estancia.

Desde la estatua de su edad, presiento
que es a mí a quien contempla,
y un halo melancólico se enciende en su figura.
Ochenta son sus años,
pero ella, frente a mí, con su descaro
de adolescente hermosa, se burla de mis canas
y gasta alguna broma sobre el modo
en que me voy haciendo pasto para la historia.

Por un instante, pienso
que el calendario envuelve en sus hojas caducas
aquella primavera que, arrogante, pervive
mientras voy navegando en mis cenizas
y regreso a la isla virgen de su belleza.

DOMINDO F. FAÍLDE (2006).